El hijo de Melchor, el guía, nos deja con su pick-up en un punto alto del páramo de Oyacachi. Descendemos a buen ritmo envueltos en la niebla y una fina lluvia que no dejan ver muy lejos. Sólo distingo las gramíneas de color amarillento, llamadas aquí paja, que, junto con algún arbusto verde oscuro, cubren la ladera hasta donde permite ver la niebla.

De repente las nubes se levantan lo justo para ver ante nuestros ojos un amplísimo valle casi sin pendiente que se extiende hasta donde alcanza la vista. El fondo del valle es una combinación del amarillo de la paja y los verdes del páramo de almohadillas, colores ahora intensos bajo la lluvia.

Por las laderas, además del pajonal, también trepan algunas manchas de bosque ya en su límite máximo altitudinal. Más arriba sólo puedo imaginar las cimas envueltas en las nubes.

Páramos y laderas de pajonal y retazos de bosques enanos, territorio del oso de anteojos, frontino o andino. También del venado, el lobo de páramo y el puma.

Lo que de lejos en el fondo del valle se ve como una combinación de amarillo y verde, es en realidad un  mosaico de texturas y colores que van mucho más allá: almohadillas de un verde intenso formadas por incontables hojas en forma de estrella (plantas de la familia de las plantagináceas), flores de pétalos blancos y botón de oro como en un dibujo de niños (patujashu, Werneria sp.), extrañas plantas fálicas de color rojizo (tarugacacho, una licopodiácea), matas de paja amarillenta y rosetones con hojas espinosas y apariencia de cactus. Esta última, la achupalla (una bromeliácea), es uno de los alimentos preferidos del oso, que busca los brotes más tiernos. Desde hace un rato observamos achupallas comidas por el oso, restos de un festín reciente, huellas frescas y heces de hace muy poco rato. ¡El oso está muy cerca y veo cercana la posibilidad de alcanzar mi objetivo, ver al oso de anteojos! No sólo vemos rastros de oso, también de venado, lobo de páramo e incluso grandes excrementos de puma.

Después de varias horas de seguir rastros por este páramo inhóspito  y al mismo tiempo extrañamente bello, me siento en una mata de paja, exhausto, rendido y empapado, para descansar, beber agua y almorzar. Melchor, a mi lado, aparentemente entero, comenta «¡El oso no se deja…!». Pan, queso y plátano frito es el menú de hoy en medio de este reino húmedo por abajo, como una esponja, y por arriba, por la fina lluvia que no cesa. «¡El oso!». Mis neuronas no reaccionan. «¡Allí!». En una ladera a medio quilómetro de distancia, casi a nuestras espaldas, un punto negro se mueve con agilidad. Me pregunto cómo lo habrá visto. Miro con los binoculares y, efectivamente, allí está. Nos mira por unos momentos mostrándonos su inconfundible antifaz y desaparece en un retazo de bosque.