Estantes de supermercados rebosantes de alimentos de producción ecológica. Es la moda. Una moda que banaliza el propósito de estos y a la que se suman muchas personas. Dicho de otra forma, un negocio y nada más.

 

La producción ecológica, en su concepción artesanal, se hace con esmero. Esmero para afectar el mínimo posible al entorno donde se produce; esmero para conseguir un producto lo más saludable posible. Es otra forma de hacer las cosas. Una forma de hacer que, para ser coherente, va a veces más allá y cuida las relaciones entre las personas que trabajan y la relación con los consumidores: si es posible es una relación de proximidad, incluso directa. Todo ello es cuidar del entorno y del propio sistema de una forma global.

En los estantes de los supermercados suele haber poco de esto último. Solo un certificado. A veces ni siquiera eso, simplemente una palabra engañosa, colores verdes o afirmaciones no contrastables. Incluso certificados falsos o irrelevantes. Hay, en cambio, un modelo de comercialización que no cuida el entorno: su único objetivo es ganar dinero. Es el modelo de la mayoría de supermercados: exceso de envases, explotación de trabajadores y proveedores, alimentos procesados que son cualquier cosa menos lo que se anuncia y frutas y verduras que vienen del otro extremo del planeta, por poner algunos ejemplos. Y en el campo se puede hablar, a menudo, de explotación laboral, con la única misión de conseguir un certificado. Sí, con un uso menor de pesticidas y abonos químicos. Pero sin implicación social.

Con «ecológico» no es suficiente. Incluso, en algunos casos, creo que ni siquiera es mejor. Pero eso ya es otro tema.